En la historia de la humanidad, el amor, el sexo y la música son tres de las temáticas más constantes. Sin importar el siglo que transcurra, desde que descubrimos este lenguaje universal nos acompaña, nos ilusiona, nos entiende, nos transforma. La música es libertad, es verdugo, es intérprete; basta con escuchar una canción para identificar un movimiento histórico o recordar cierto acontecimiento social, la asociación es inevitable.
Y es que la música es, en sí misma, su propio movimiento, un evento constante que impulsa a la mejora; en el manejo de los instrumentos, en la composición, en la poesía o para metrar. Necesitamos vaciar nuestros sentimientos embotellados en unos versos para exorcizar la desesperanza o para alimentar la pasión.
Así, cada género tiene una razón y un santo patrón, casi siempre a los movimientos sociales le acompaña un movimiento musical. Pasó con el derrumbe de monarquías, de gobiernos opresores y de guerras, pasó también después del tumulto, buscando la paz o siendo la voz de una generación cansada. Entonces, partiendo de esta premisa, ¿cómo es que los hijos de los conflictos encontraron la manera de rebelarse?
Vamos al punk, este movimiento surgido en la década de los setenta pero que no azotaría a Latinoamérica sino una década más tarde. Todos conocemos el sonido del punk: un asalto de claustrofobia sónica, voces y guitarras poco pulidas que eran capturadas en el estudio, y que de paso, les impulsaba unas baterías que repiqueteaban en torno a una línea del bajo. Voces expresivas dispuestas a romper la física instrumental, gritar por encima de los decibeles para enfrentar los temas de su actualidad, dioses del sarcasmo, de la frustración y la agresión.
Las chamarras de mezclilla y de cuero decoradas de tachuelas o rasgadas, acompañadas de cortes de pelo inusuales y maquillaje escandaloso… las insignias coronaban al punk como la identidad cultural de la ira y la rebelión. Este movimiento se extendió a la política, a la poesía, a la moda y, sobre todo, a la literatura.
No nos engañamos, entendemos perfectamente que cada región modifica la experiencia del movimiento; sus venas pueden ser las mismas pero su origen norteamericano y sus notas inglesas nos regalaron himnos que hoy aún coreamos en las fiestas, sin embargo, algo en Latinoamérica se mantiene latente, quizá es nuestra historia aspiracionista, quizá nuestras dictaduras pegan más, quizá mantenemos encendido nuestro grito bélico porque nos rodea la incertidumbre.
Sea cual sea, el punk latinoamericano venía cargado de sensaciones muy intensas y de eso nos habla Yo maté a Charly García. Podemos abordar puntos importantes sobre cómo la atmosfera se siente límite con el pasar de las hojas y su culminación deja a cualquiera con la boca abierta, o de cómo su manejo de perspectiva en torno a un mismo evento es magistral. Pese a que Canek Sánchez Guevara tuvo un ejercicio similar en sus 33 revoluciones, la obra de Juan Carlos Guerrero nos regala algo sumamente íntimo y personal. No es una autobiografía, pero sí un himno generacional, nos enfoca en el punk que muchos parecieron olvidar.
Como si fuera un gran LP, un cassette curado y calibrado a la perfección, el dinamismo de sus capítulos permite al lector navegar por un mundo que parece sacado de High Fidelity pero con una declaración más abierta y quizá con un equilibrio extraordinario entre drama y humor. La extensión de sus capítulos nos permite enfocarnos en la acción y vuelve el paso las hojas un placentero track, simultáneamente nos sumergimos en varias historias, pero rodeando dos personajes centrales, Lucy, y por supuesto… Charly García.
Quien me lee puede pensar que quizá regalo piezas evidentes de la trama, pero les garantizo algo: no tienen idea de lo que les espera; la nostalgia de tiempos pasados, neo-nazis con atisbos de personajes que parecen creados por Burguess, la pasión por las notas que salpica cada una de las historias individuales, la corriente que converge en la idea de la creación y el proceso artístico que motiva a los poetas en busca de la musa y claro… Charly García.
Si tuvieran la oportunidad de explorar la psique de una leyenda del sur del continente, ¿no lo harían? Guerrero le da una cara distinta al mito e intersecciona historias que convergen en amor, pasión que hace eco a distintos niveles, elementos clave imposibles de perder de vista y una declaración universal: la inspiración del artista siempre está presente de la mano de un hambre creativa.
Yo maté a Charly García de pronto pudiese leerse como el camino de un tipo de héroe distinto, el que vive de los LP’s o el que quiere lograrlo en grande con su banda, perpetuando eso… el discurso del punk, la ruidosa contienda emocional que culmina en la expresión más contundente: Polaroids que cuentan una historia dentro de otra historia más grande que sucede allá afuera, sin darnos cuenta.
Guerrero nos regresa a los 90, a una Colombia que se refleja en el lenguaje y en las formas, a una revolución cultural que las nuevas generaciones desconocen pero que si dan el salto a esta piscina de letras y cierran los ojos, quizá de lejos escuchen un ‘Muero por vos’… y todo cambie.
Escrito por Jennifer Bravo