“Mi padre va a morir. Empecé a ver el presagio por todos lados, a convencerme de que tenía que hacer algo […] Entonces hice lo que suelo hacer para controlar el pánico: me senté a escribir.”
El experimento literario de Alma Delia Murillo, La cabeza de mi padre, que navega entre la hibridación de géneros y se convierte también en un manifiesto feminista. Privilegia la verdad por encima de la ficción para evidenciar el resquebrajamiento de lo íntimo y de lo familiar.
Autora de Damas de caza (2011), Las noches habitadas (2015), El niño que fuimos (2018) y Cuentos de maldad (y uno que otro maldito) (2020), acepta que su “novela” es un “relato completamente autobiográfico”. Sin embargo, es un testimonio donde convergen el apego a la escritura y la búsqueda de un padre.
Repleta de estadísticas y anécdotas dignas de un buen café o tremenda juerga, como esas que vulneran hasta el más impenetrable, nos cuenta que al iniciar un “proceso de adopción” como madre soltera reconoce la urgencia de reencontrar a su padre. Entre misticismos, sueños premonitorios, la práctica astrológica y su propio viaje psicoanalítico escribe a partir de su presagio:
«Papá, ¿te digo papá o te digo padre o te llamo por tu nombre? […] Voy a cumplir cuarenta años, y es la primera vez que escribo este vocativo […] ¿Quién eres? ¿Cómo fue tu vida? ¿Cómo es ahora? ¿Qué te gusta comer? ¿Cantas? ¿Te gusta el café tan caliente como a mis hermanos y a mí? […] ¿Eres como nosotros? […] Soy tu hija menor. Y escribo, o eso pretendo. Tal vez tu ausencia me dio la primera palabra de todas las historias que quiero contar.»
La experiencia onírica es la titiritera que maneja los hilos narrativos, pero le regala al lector una de las lecciones más importantes para la supervivencia humana: la escritura como posibilidad para articular lo desconocido. Nos presenta a su padre como un personaje incompleto y escurridizo, igual que Pedro Páramo: “Mi casa tenía algo de Comala porque, aunque la narración oficial daba por muerto a mi padre, de vez en cuando recibíamos noticias de él […] estaba muerto, pero hablaba y todo. Y bebía mucho. He ahí el quid de la cuestión: un padre alcohólico.”
Se examina un pasado marcado por vivencias que culminan en una inevitable desintegración de su tribu. Su completa entrega y vulnerabilidad permite que los lectores se reconozcan en cada escena, o incluso en más de una; y la mar de citas -introducidas siempre con tremenda destreza- nos muestra cómo es que su formación como dramaturga le otorga un salvavidas particular.
Muchos pasajes urgen abordar temas como la orfandad y el entorno en el que crecen los hijos por descuido de los padres. La maternidad, por ejemplo, resulta otra de las constantes, y presenta la desgarradora realidad: un ejemplo de entereza frente a la adversidad y la precariedad, pero con limitaciones afectivas y económicas. La madre como un Virgilio todoterreno: así entonces la madre no vive… sobrevive.
Paralelamente, presenciamos con el pasar de las líneas su propio ‘monomito’, esta lucha por descubrirse y enfrentarse a un mundo que en muchas ocasiones la descoloca, pero que termina por forjarla; su insistencia por estudiar algo que culminará en un futuro completamente distinto, resulta refrescante y se replica en la búsqueda de su voz literaria.
En su propio descenso a un inframundo personal, Murillo se pregunta: “¿Por qué somos tantos mexicanos buscando al padre?”. Aquí se reencuentran la mujer, hija, autora y empedernida lectora para abandonar la expectativa, romper patrones y reconciliarse con el padre. Este libro es ese hijo que tan desesperadamente buscaba y que magistralmente pare.
Escrito por Jennifer Bravo