Rodrigo Cachero Rencor

Restaurante Ohpana
Ciudad de México. 21 de marzo. 12:30 AM

Entró sin que nadie la viera. Fue directo al último de los baños, bajó la tapa y se sentó sin ganas de orinar. Sacó una pastilla de menta y empezó a teclear un mensaje. No lo había terminado cuando él entró. Se vieron durante un segundo. Ella comenzó a besarlo mientras él cerraba la puerta y le abría el vestido. No necesitaban tocarse mucho, el deseo ya era su dueño.

Él la volteó, hizo a un lado la tanga negra y la penetró una y otra vez. 
Ella se mordía la mano y trataba de contener las palabras, los sonidos, la respiración. 
De pronto, él le dio la vuelta para tenerla boca con boca.
—¡Mírame! —le dijo— Mírame bien… tócame, tócame por todas partes… soy tuyo, siempre he sido tuyo.
Ella obedeció. 
Nunca se dio cuenta de la expresión de los ojos del hombre que la penetraba. 
Su mirada era oscura, sus pupilas opacas. Esos ojos no transmitían amor, ya no. Con la mano izquierda le tapó nariz y boca, embarrándole el lápiz labial por toda la cara.
Su mano derecha sostenía el metal puntiagudo que penetraba su vientre y su sexo en repetidas ocasiones.
El cuchillo entraba y salía, entraba y salía. Y así siguió hasta que todo se quedó quieto.

Regina
Ciudad de México. 21 de marzo, 1:33 AM

El insomnio volvió. ¿Para qué lo niego?, él era mi único compañero. Miento. También tengo a mi amante, a mi#dildodickultrarealistarollerball. Pero en ese momento era más fácil estirar la mano y tomar el control remoto para el clásico zapping. Me topé con una de mis películas favoritas, por suerte estaba empezando. Brad Pitt y Morgan Freeman volverían a fracasar en su intento para atrapar al asesino. Yo no soy una cuarentona cursi que le gustan las comedias románticas y que siempre está a favor del protagonista. No. Me gustan este tipo de historias en las que la víctima se convierte en victimario; sobretodo en esta película donde disfruto los mensajes del asesino en cada una de sus obras de arte. Su manera de castigar a los pecadores era brillante. 

Yo no hablo por hablar, lo digo porque me dedico a hacer cumplir la ley. Parece una paradoja pendeja, pero a pesar de ser policía, hay veces que no me queda de otra más que estar de acuerdo con el asesino. Algunos merecen pagar en esta vida y no en el más allá. ¿Eres culero? ¿Ojete? ¿Estúpido?¿#Inhumanoinsensiblefrívolo? La neta: no eres digno de cosas lindas y mereces un castigo… o muchos.

La semana estuvo muy movida. El lunes apañamos un par de dealers en Pericoapa. El pendejo del local C13 le dio el pitazo a sus compas. Corrieron por el pasillo H hacia Canal de Miramontes. Por radio me dijeron dónde estaban y corrí saltando los puestos que se me atravesaban. Me enorgullecería que mi papá viera que mis calificaciones en matemáticas eran opuestas a mi habilidad y mis ganas de rifármelas con cualquier hijo de la chingada. Mientras dos compañeros sometían a uno de los ratas, yo derribé a un flaquito de un buen empujón. Cuando estaba en el suelo le di un no me olvides en los huevos. Nomás porque me dieron ganas.

Los llevamos a los separos; a las pocas horas los soltaron con una buena mordida. Ni hablar. Así son las cosas en este país que amo, pero al mismo tiempo, lo odio con la misma fuerza por la impunidad en la que vivimos. Yo por lo menos si hago bien mi chamba. Yo busco hacer justicia.

El martes tuvimos una denuncia de violencia doméstica. Caso recurrente en esta hermosa ciudad. Un #banqueromachistaretrógradomisóginocavernícola cachó a su mujer con un mail fuera de lugar. El mensaje era de un exnovio que la felicitaba por su cumpleaños. La actual pareja de la susodicha le gritó y la escupió. Luego la estrelló contra la pared de la cocina de su departamento minimalista. El blanco de los azulejos perdió su blancura.

Ese día, el detective José Mayorga —con el que llevaba unos meses chambeando— aceleró y balbuceó tres buenas mentadas de madre. El golpeador se las merecía. Esos casos lo ponían igual o peor que a mí. Cuando llegamos, la mujer estaba en el suelo con la cara destrozada. Mientras mi jefe se arrodillaba para auxiliarla, el #concubinonoviomaridoimbécilpuñetero me trataba de explicar que su mujer se había resbalado y apenas iba a llamar a la ambulancia. Antes de que dijera otra puta sílaba, le receté un madrazo en el centro de la jeta. El imbécil empezó a sangrar y maldecirme. Lo callé con un putazo en el estómago. Necesitaba inmovilizarlo y ponerle las esposas. 

Mayorga me miró y decidió ser ciego y mudo. 
Así siguió hasta que presentamos la declaración. “Agresión física y psicológica por parte del cónyuge”, dijo el juez y lo guardó 72 horas. De pilón le impuso una pena económica a ese pendejo. 
Las cosas estaban pesadas, pero nada se acercaba a lo que empezó esta madrugada.

*

Entre la vigilia y la ensoñación escuché a Yorch.
—¡Jefa Regina!, tenemos un 57C en el baño del restaurante Ohpana. Estamos en Michoacán 88, esquina con Nuevo León.
—¡Voy para allá! —contesté mientras pedía un Uber y caminaba a mi baño para echarme agua fría con tal de estar lo más consciente y presentable que se pudiera. 
Sabía que se trataba de un homicidio en un baño de un exclusivo lugar de la Condesa. Ese iba a ser un caso con consecuencias fuertes… Lo que no sabía era que iba a cambiar mi vida por completo. 
Ni modo, así son las cosas. Una cree que todo lo sabe y todo lo ve, pero a la hora de la hora siempre estamos ciegos. Aunque tengamos la respuesta justo enfrente de nosotros.

*

Llegué muy pronto. El Comandante Mayorga ya se me había adelantado, solo el diablo sabía cómo lo lograba. Siempre llegaba antes que yo. 
A la entrada del restaurante Yorch me esperaba junto a muchas patrullas y algunos curiosos. Él era nuestro #asistenteaprendizcaboinvestigadorveporelcafé y luego luego me dio los detalles.

—Jefa Regina —me dijo nervioso—, tenemos un 62C femenina con un Z24 de arma blanca en varias partes del cuerpo, sobre todo en el estómago y en el… bueno… usted ya sabe, abajo… en su parte. 
Lo miré un par de segundos. Yorch siempre se chiveaba conmigo con estas cosas. Era evidente que, a pesar de que le llevaba unos cuantos años, el jubiloso oficial Jorge Tafur babeaba por mí. Le sonreí y siguió hablando.
—No tiene signos de forcejeos ni de torturas previas… tampoco estaba amarrada ni nada. Parece ser que estaba con un conocido haciendo eso del amor… bueno, relaciones sexuales pues… la occisa tenía la blusa desabotonada y la falda arriba. A pesar de tanta sangre, el científico forense encontró semen en sus ingles y vagina… Se me hace que, sin que ella se lo esperara, el sospechoso la hirió de muerte con un cuchillo como de cacería que sigue adentro de ella. A simple vista parece que la penetró varias veces… con el arma blanca, quiero decir… con el cuchillo, pues. 

A esas alturas ya me había acostumbrado a la manera que Yorch tenía para hablar en estos casos. Era muy chambeador y entusiasta, por eso le perdonábamos sus pinches informes.

*

Mientras escuchaba sus originales descripciones, entramos al restaurante. Me quedé mirando un vitrolero donde reposaba una #serpientevíboraculebrapitón que curaba cierto licor. ¿A quién se le ocurrió meter un pinche reptil para que le diera sabor? ¿A quién chingaos se le ocurre hacerle el amor a una mujer y matarla al mismo tiempo? 

Yorch me llevó a los baños del jardín. Alcancé a observar a varias señoras llorando, a unos tipos consternados. Los meseros estaban dando su primera declaración y ahí también estaba el gerente del restaurante que no sabía dónde meterse.

Cuando llegué al baño de mujeres, los forenses le daban los datos preliminares a Mayorga. Me entregaron los guantes de látex para analizar la escena. Eso era inútil. Estábamos en un baño público y ahí encontraríamos más huellas que en un tubo de congal. 

Ahí mero estaba yo, paradita delante de una mujer en sus cuarenta, recién cogida y asesinada en el mejor restaurante de la zona. ¿Por qué me calaba su muerte? ¿Por qué la apuñaló cuando le estaba dando placer? A lo mejor me mimeticé con ella porque se parecía a mí, a lo que me hicieron de muy joven, solo que a mí no me asesinaron, solo me abandonaron y nunca más supe nada más de ese güey. Cabrón él, cabrón mi papá y ojetes todos. 

Por más que lo intentaba, no me caía el veinte de lo que pasaba. A lo mejor era porque llegué tarde o quizá porque seguía medio dormida… o porque la víctima era de mi edad y me daba miedo espejearme con una que cogía en un baño público. O, tal vez, mis deseos y miedos coqueteaban con lo sucedido… la adrenalina y la muerte en soledad frente a una taza de baño, la sensación de morir justo después de hacer el amor… ¡Qué mamadas piensa una!

El comandante Mayorga ordenó tomar fotografías de todo el lugar: baños, pasillos, jardines y la zona en donde ocurrió el crimen. También le pidió a los forenses que buscaran el ADN del posible agresor: sudor, semen, epidermis en las uñas de la víctima, lo que fuere necesario con tal de acercarnos a él. 

Todos hicieron lo que les ordenaba. 
Yo solo escuchaba la voz de mi jefe a lo lejos.
—¿Qué te pasa? ¿Qué piensas? —Mayorga me sacó de mi filosofía banquetera—. Lo que vemos está claro: una cena de exalumnos que salieron de la prepa hace treinta años. Una mujer de cuarenta y tantos muere apuñalada en el baño después de tener relaciones sexuales con un sospechoso masculino. ¿A qué te suena?
—¿Traición, engaño, dolor? —contesté… o más bien pregunté.
—Bien —me dijo Mayorga mientras tachaba y escribía algunas notas en su libreta de investigador de película gringa. 
Durante un instante su mano se detuvo y se me quedó viendo.
—¿Crees que lo disfrutó?
—¿Perdón? 
No entendía a dónde quería llegar. ¿Qué disfrutó? ¿El orgasmo, lo prohibido, la muerte de esa manera?
—No sé mi comandante. Antes de que la apuñalara, quizás sí.
Mayorga se acercó a la cara de la víctima. Le hizo el cabello a un lado para descubrirle el rostro y verla de frente. 
Negó con la cabeza. 
Yorch entró con una bolsa en sus manos.
—Tengo las pertenencias de la señorita, ¿las meto en una bolsa?
—No, dámelas. 
Mayorga revolvió las cosas en la bolsa de moda hasta que encontró una cartera. La esculcó y sacó una identificación.
—Pamela Hernández Garduño. Vamos a esta dirección —me ordenó.
Le devolvió las cosas a Yorch. 
—¿Y su celular?
—¿Perdón? —preguntó Yorch con cara de menso.
—El celular de la occisa, ¿dónde está? No está aquí en el baño ni en su bolsa. ¿Alguien lo vió, alguno de ustedes lo tomó? —José nos gritó a los que estábamos en el lugar.
—No… no, mi Comandante… 
—Yo no vi nada…
—Nadie ha tomado nada jefe…

*

Salimos del Ohpana. Los periodistas, los youtubers, los estúpidos paparazzis y el hijo del vecino ya estaban grabando sus videos. El más #popularpendejoborderinsensible de todos esos chismosos era Jorge Zarazúa, el “hombre-cámara” que estaba en todos los crímenes importantes.

—¡Detective Mayorga! ¡Mi Comandante!, unas palabras por favor… —vociferó Zarazúa mientras su camarógrafo se movía empujado a los desgraciados que trataban de brincarse el cerco— ¿Ajuste de cuentas? ¿Obra del narcotráfico? ¿Crimen pasional? ¿Homicidio por alcohol? Regálenos unas palabras para nuestros millones de seguidores que siguen el pulso de nuestra ciudad.
—No me digas mi Comandante, ¿de acuerdo? En cuanto sepamos algo con sustento se lo haremos saber a tus millones de seguidores que tanto me importan —continuó—. Aprovecho para felicitarte por tu trabajo. Tu cobertura de los casos es increíble.
Zarazúa bajó el micrófono y se nos quedó viendo. No supo qué más preguntar. No entendió si Mayorga le hablaba en serio o se burlaba de él. Yo estoy segura que se pitorreó del pseudoperiodista enfrente de todas las cámaras. Mi jefe avanzó y yo lo seguí sin chistar. 

Nos subimos a su coche. Aceleró.

Mataron a su esposa, ¿sospecha de alguien?
Ciudad de México. 21 de marzo, 3:03 AM

José Mayorga y Regina Manrique inspeccionaron la casa que apenas se diferenciaba de las otras siete. En silencio bajaron de la patrulla. La precaución nunca estaba de más. Si el asesino era cercano a la víctima, seguro que conocía la casa. Su esposo y su hijo podían estar en peligro.
Caminaron alrededor de la construcción. La linterna y la pistola eran sus únicos asideros. 
La tranquilidad era evidente, por eso —sin decir una sola palabra— decidieron acercarse a la puerta principal. El detective Mayorga le indicó a la oficial Regina que tocara el timbre. 
Esperaron. 
Miraron las otras casas que estaban en silencio. Eso era obvio: la madrugada es el tiempo de la mudez.
—¿Quién es? —preguntó una voz masculina del otro lado de la puerta.
—Perdone la hora —contestó Mayorga—, somos agentes de la policía. Tenemos que hablar con usted. ¿Su esposa es Pamela Hernández Garduño? 

Un hombre de unos cincuenta años en pijama abrió la puerta. Su cara estaba marcada por la curiosidad y el temor. Una noticia de la policía, en el domicilio y de madrugada, no es buena para nadie.

—Soy el Comandante Mayorga, ella es la sargento Manrique… es sobre su esposa —anunció con poca prudencia, mientras le enseñaba su placa y la identificación de la difunta. 
El hombre asintió, confundido.
—Lamento decirle que la encontraron sin vida a la una de la mañana en el baño de mujeres del Restaurante Ohpana. Disculpe que se lo diga así, pero estas noticias hay que darlas con la verdad por delante. Usted y su hijo pueden estar en peligro. ¿Sospecha de alguien? ¿Conoce usted a alguien que quisiera hacerle daño a su esposa? —prosiguió Mayorga sin tacto.
—¿Qué dice? Usted está equivocado: mi mujer ya va a regresar. Mi niño está dormido… Yo… Espérenme… —balbuceaba el desdichado marido recargado en la puerta— ¿Cómo fue?
Mayorga volteó a ver a Regina. El mensaje era claro: ella tenía que seguir.
—Su esposa estaba en una cena con sus compañeros de preparatoria. La encontraron apuñalada en el baño de mujeres… parece que estaba teniendo relaciones sexuales con el agresor cuando esto sucedió. Perdón por anticiparle esto, pero de todas maneras se iba enterar en el Ministerio Público… Nuestro trabajo es decirlo así. Tenemos que informar los hechos tal y como los encontramos. ¿Puede acompañarnos a reconocer el cuerpo?
Regina y José Mayorga se dieron cuenta de que al reciente viudo se le humedecían los ojos.
—Tengo que hablarle a alguien para que venga a cuidar a mi hijo. Me voy a dar un baño, a vestirme… a lavar los dientes… a bañar, a rasurar, a ponerme ropa, a estar listo en lo que llega. Ahorita bajo.
El hombre no estaba bien. Nunca más iba a estar bien.
—¿Es sospechoso? —preguntó Regina.
—No creo —le contestó Mayorga, es un pobre diablo.

 
Los dos se quedaron callados. El silencio era el único dueño de sus mentes y no escucharon el ruido del disparador de la cámara que les apuntaba desde lejos.