-Para mis hijos los Chagualos eléctricos.- 

Pasé mi juventud en Bogotá y, seguro en esa época, mi ciudad era un espejo roto  y sucio de la Ciudad de México: mismas calles, misma gente, misma música, pero  en la versión del tercer mundo. Para todos los pelados que hayan vivido en 1993, sin importar dónde, sabrán con certeza que era el momento del “Grunge”, había  que oler feo, tener el pelo por debajo del hombro y una chaqueta de cuero dos tres gastada con siete cremalleras, seis botones, dos hileras de taches y, por supuesto, la “bota militar”. Esto era clave y lo recuerdo porque era lo que mandaba como  ley la foto de la carátula del “Ten” de Pearl Jam. 
No sería yo la excepción y en aquel entonces fui un cliché más. Medio “agüevado”, tímido y pendejo, pero eso sí, quería salir en la foto con mi pinta de la camisa  de cuadros, el bluyin gastado, la chaqueta negra y la “bota militar”. 

Me faltaban las botas.

Duré un semestre completo ahorrando, me inventé “redadas” de todo tipo a los  bolsillos de mi papá, que en paz descanse, saqué de aquí y de allá para al final  juntar los 700 devaluados pesos colombianos que costaban las botas militares y  debían ser militares, probadas por la milicia más jodida de América, usadas por  los soldados más berracos del continente y por las FARC, la guerrilla más  violenta del mundo.  

Esas botas venían con todo eso y, si uno le sumaba el “grunge”, sería ser como una suerte de semidiós de barrio.

Tenía una novia gomela, lo que sería “fresa” en México. Ella vivía en El Chicó,  un barrio chévere, de casas chéveres y familias no tan chéveres. Recuerdo la  fecha del cumpleaños de su abuela porque coincidió con el día en cuestión, 19 de noviembre, era justo el viernes que había yo terminado el conteo de mis  billetes y monedas. Tenía 840 pesos en el bolsillo, lo que me daba para irme al  centro, comprar las botas, estar a eso de las 3 en casa de la novia y lucir allí la nueva adquisición; mi plan debía ser así, porque primero las botas las  conseguía en la calle tercera sur, es decir, en el culo del mundo donde estaban  las ventas de pertrechos militares, después regresaba por la autopista, me  bajaba en la 92 y de ahí derecho al cumpleaños donde pensaba cerrar con broche de oro, porque la mamá de Claudia (mi novia) y su abuela española me miraban  siempre de reojo milimétrico a ver que traía puesto. 

De todos los cálculos que hice se me pasó contar los casi dos kilómetros que  debía andar buscando y regateando, persiguiendo el bus y la caminada de mi casa  a la autopista, que ya en si era un montón; por eso aclaré antes que era yo bien pendejo en ese entonces. 

Salí de mi casa a eso de las diez, —Chao Mami, voy al centro y luego donde  Claudia—, —Con cuidado mijo— me respondió. Hice casi una hora para llegar, el centro era una mierda igual que aquí, pero, como dije, del tercer mundo.  Había de todo, soldados, putas, policías, “desechables”, punks, daba miedo, pero a mi me gustaba, porque aquel que me viera al otro día con las botas puestas, sabría el riesgo que yo había corrido para tenerlas. Anduve de tienda  en tienda, patonié y, al final, a eso de la una, me encontré la “bota ideal”. Eran todas iguales, pero estas tenían un no sé qué, dos arrugas en el cuero, se  veían cansadas, aunque eran nuevas, —Caballero, ¿que número le paso?—me  preguntó la señora. Yo no me fijé en nada, ni en la tienda, ni en el olor, en  nada, estaba absorto en la posibilidad cercana de tener mis botas, hipnotizado,  pensando en la llegada a la casa de Claudia y en la siguiente semana como ídolo  en la universidad, eso era todo. – Páseme un 29, soy pata grande – le dije.  Eran las que tenía en la vitrina, justo esas. 

Me quité los chagualos que llevaba puestos, estaban bien feos, bien gastados,  daban pena y me calcé las botas, bien bonitas, negritas, nuevitas, eran más de  lo que yo quería y, cuando me las puse, el mundo cambió, mi vida, la camisa, la  chaqueta, todo se creció, ya no era yo el güevón del barrio, era un grunchero de verdad.  

—¿Le gustan?—

—Si, están del putas, me las llevo puestas.—

—Son 750 pesos.—

Guardé los chagualos en un morralito que llevaba y me dispuse al regreso. Eran las dos y cuarto, si quería llegar a las tres a casa de la novia tenía que irme  a paso militar, ¡con compás ar!

Emprendí camino, de ahí a la Av. Caracas eran casi 20 minutos largos, me los  eché en 15, sudando, a trote llegué al paradero a esperar el colectivo que me  dejaba como a siete cuadras de la casa de Claudia, haciendo cuentas era una  caminata la hijueputa, cosa que no vi porque tenía metidas las botas en el  cerebro. Llegué al paradero, cansado, sudado, arrastrando la pata, porque además  de pesadas, las botas eran nuevas, de cuero de no sé qué, duras, y no como un  zapato fino, realmente eran duras, dolorosas y difíciles. La bota izquierda en  particular me venía matando, me adormecía el píe, me lo torcía sin clemencia. 

Afortunadamente, en el paradero del colectivo tuve 10 minutos para descansar,  estirar la pata y aflojarme los cordones, me dolía, pero tenía que aguantar, no  podía cambiarme de zapatos, esa no era opción, tan no era opción que los que  traía quedaron 3 cuadras antes, se los di a un gamín que me había pedido plata. 

Descansé, llegó el bus y me subí, tenía una hora de meditación, meditar en la  compra, si bien quería las botas como nada en el mundo, también me cuestionaba  su comodidad, pensé que así debía ser, que los soldados no la pasaban bien, que  andar en el monte era duro, que caminar en la selva del Darién, era pa’ machos,  guerrillos y milicos, todos ellos tenían un dolor común – en el pie -; me sentí  mal, yo no llevaba nada con las botas y ya estaba chillando, me armé de huevos para aguantar. 

Ya en la 92 afronté la caminata, “izquierda, dos, tres, cuatro”, — hágale papá —, me eché las últimas cinco cuadras con honor, con dolor, pero sin dolor, la  bota izquierda me mataba, algunas cuadras del trayecto las hice saltando en un pie, otros cojeando, tenía el empeine en llamas, llegando pensé —Las botas no  sirven, hay que cambiarlas, ¡malparidos!—. Me sentía timado y débil, la bota izquierda era torturadora y sicaria, mi aguante definitivamente se quebró.  Llegué a la casa de Claudia cansado y emputado, pero fingiendo un triunfo sin  igual; seguro me abría la mamá, me miraba de arriba abajo, me inspeccionaba,  veía las botas, torcía la jeta y me decía —Qué bueno que viniste Juan —. Así  pasó. 

Entré y estaban los tíos, los abuelos, los primos, toda la alcurnia. No sé ni  qué hacía yo ahí, mi única misión era que me vieran las botas y desaprobaran en  coro familiar mi noviazgo con Claudia, cosa que también pasó. Me veía grunge, sudado, oloroso, cansado y, además, emputado. Saludé a la familia y a mi novia,  todo muy rápido, otra vez no me fije en nada porque seguía teniendo las botas  en la cabeza, tratando de resolver el enigma del dolor, el porqué de la  imperfección. Las quería y las odiaba. Botas de mierda. 

Me senté con un pedazo de ponqué en la mano, por alguna razón estaba yo en el  centro de la sala, también tenía una botellita de Coca-Cola que me tomé en dos  sorbos porque seguía cansado y sediento como soldado. Me miré los pies y ahí  estaban las botas, firmes, negras, nuevas, pero algo me llamó, algo que no vi,  algo que no entendí, si bien se veían chéveres, un detalle no era correcto,  eran simétricas y brillosas, pero de forma curiosa: las dos miraban a la  izquierda.  

Por un momento pensé que tenía yo los pies torcidos, que nunca me había dado  cuenta que era sujeto de ortopedia. Pensé que de pronto estaba mal sentado y me  acomodé disimuladamente para que la familia observante no notara mi incomodidad.

Me miré los pies y ahí estaban, desafiantes. Otra vez las dos botas mirando a  la izquierda. 

Me habían vendido dos botas derechas. 

Un par de días después volví al centro. Nunca pude regresar las botas, pero en  cambio, me hicieron comprar las dos izquierdas.

Fin. 

Seud. 

Soldado Montoya.