—¡A comer, Taro!— gritó mi abuela desde su recámara, mientras yo jugaba con los bloques de madera que me había regalado en mi cumpleaños.
—¡Ya voy!— respondí.
Nunca me han gustado ni la sopa de miso ni el arroz de mi abuelita, pero siempre me los como porque ya la veo muy arrugadita y me da miedo que un día vaya a esconder su cara entre tantas arrugas porque a mí no me gusta su comida. La verdad tampoco me quería sentar a comer porque estaba jugando con las piezas de madera que me regaló. ¡Son fantásticas! ¿Quieres saber a qué estaba jugando?
—¡Taro! ¡Cómete la sopa que se te va a enfriar!— me dijo mi abuela bastante enojada.
—Ya voy—respondí, con la cara triste que pone Zuki cuando la regañan.
Siempre me he preguntado si todos los perritos ponen cara de tristeza cuando los regañan, o si sólo es cosa de Zuki. Supongo que son de esas preguntas que solo se pueden contestar conociendo a muchos perritos, o sea, cuando sea grande. ¡Ya quiero ser grande! Aunque, lo único malo de ser grande, es que puedes desaparecer. Sí, ¡de verdad! Desaparecer en el aire. Así: Fum. Y nadie nunca te vuelve a ver. Como le pasó al abuelo. Un día estaba caminando por la calle de regreso del supermercado, cuando un viento muy fuerte llegó y se lo llevó. Lo desapareció. ¿A dónde se lo habrá llevado? Quizá a un país lleno de dulces y bloques de madera para que juegue con ellos, o a un mundo lleno de chocolate; o mejor aún: a un mundo con muchos dulces, juguetes y chocolate, como en las películas. No lo sé. Quizá algún día llegue otro viento fuerte y lo regrese, porque a él nunca le enseñé el juego que me regaló mi abuela. Que tristeza, de verdad. A mi abuelo le hubiera encantado el juego que inventé. Pero ya no se lo digo a mi abuela porque se pone a llorar, pero antes de llorar pone la cara de Zuki cuando la regañan y me da mucha risa, la verdad. Pero igual ya no lo hago porque no vaya a ser que desaparezca entre tantas arrugas, mi abuelita.
—¿Te gustó la sopita, Taro? — preguntó mi abuela mientras acariciaba a Zuki con su mano izquierda.
—¡Mucho, abuela!— mentí. Dicen que los niños no mienten, pero yo creo que es porque ya se les olvidaron todas las mentiras que dijeron de niños.
—Qué bueno, pequeño. Anda, súbete a jugar. No quiero quitarte más tiempo.— me dijo mi abuela, mientras recogía los platos sucios en los que habíamos comido.
Realmente no me estaba quitando el tiempo porque me gusta mucho estar con mi abuelita. ¿Quitar el tiempo? ¡Pero que dicho tan raro! Como si el tiempo fuera nuestro y alguien nos lo arrebatara de las manos. ¿Será que es nuestro? O quizá nosotros nos lo hacemos y los demás nos lo roban. Sí, eso debe ser. También dice mi abuelita: “hacer tiempo”. Quizá ella esté haciendo mucho tiempo allá en su recámara porque casi nunca la escucho y, obviamente, para hacer tiempo se necesita estar en silencio. ¡Cuando sea grande quiero hacer mucho, mucho tiempo! Y dárselo a los que les robaron el tiempo. Pero a mí no me robó el tiempo mi abuelita. Mañana le diré, para que no piense que es una ladrona de tiempo.
—¡Corre, Zuki!— grité mientras bajábamos las escaleras rumbo al cuarto de juegos. Zuki siempre se tropieza en los últimos escalones, pero nunca le pasa nada. Esta vez no fue la excepción. Rápidamente abrí la caja que tenía los bloquecitos de madera para enseñarle mi nuevo juego a Zuki. ¡Sabía que le encantaría! Me puse muy triste por no poder enseñárselo a mi abuelito. ¡Quizá cuando regrese podamos jugarlo mucho y me podrá ayudar a colocar los bloques de madera como yo le diga! Uno a lado del otro, y después, otro más del otro lado… Tengo una idea: llamaré a mi abuela para que juegue conmigo. Sí, ya hizo mucho tiempo en su cuarto y seguramente podrá venir conmigo.
—¡Mami! Ven a jugar conmigo— grité desde el cuarto de juegos.
—¡Ahora no, Taro! ¡Estoy ocupada!
—¡Por favor ven! Tengo algo que enseñarte.
—¿Qué cosa? ¿El juego que te regalé? ¡Ya me lo has enseñado muchas veces, Taro! ¡Déjame descansar! ¡Por favor!
—¡Mami por favor ven a ver esto! ¡Es un nuevo juego que inventé y te va a encantar! ¡Por favor baja! ¡Por favor baja! ¡Baja! ¡Baja! ¡Baja!— le supliqué.
Después de un largo silencio, justo cuando pensé que Mami se había cansado de discutir conmigo y que estaba diciéndose a sí misma “Este niño necio otra vez. Ojalá que Hiroto viviera todavía para que no tuviera que aguantarlo yo sola”, escuché una voz cansada que salía de su cuarto y me decía: “Ahí voy”. Mi abuela no sabe que la he escuchado decir esas cosas acerca de mí y de mi abuelo. ¿No lo sabe? Quizá sí lo sabe, pero como nunca he sido su nieto favorito, ya me acostumbré. A la que nunca he escuchado decir algo parecido es a Zuki y por eso la quiero mucho.
Escuché sus pasos cansados sonando a cada pisada sobre la vieja escalera de madera que conducía al cuarto de juegos mientras Zuki movía la cola y ladraba en dirección a la puerta. —¡Ahí viene Mami— pensé emocionado. —¡Mami! ¡Mami! ¡Corre! ¡Ven conmigo! ¡Te quiero enseñar algo!— le grité desde el otro lado del cuarto de juegos mientras escuchaba cada vez más fuertes sus pisadas rechinando en cada escalón que tocaban y su bastón de madera tocando cada uno de los escalones que se iban quedando atrás de sus pies.
—Aquí voy, Taro. Aquí voy— me respondió Mami con un leve suspiro. ¿Por qué estará tan cansada? ¿Será que esas arrugas le pesan tanto? Yo creo que sí, porque Mami ya no puede caminar mucho y le cansa subir desde el cuarto de juegos hasta su cuarto. También he pensado que como es muy viejita y ha pasado mucho tiempo debajo del sol, se le empezó a derretir la cara y por eso tiene tantas arrugas. Eso también debe de ser muy cansado: pasar mucho tiempo debajo del sol.
Por fin llegó Mami al cuarto de juegos y nos sentamos en el piso para jugar con los bloques de madera. Bueno, Mami se sentó en la sillita que nunca uso y que siempre está recargada contra la pared para que Zuki no se pegue con ella.
—Mira, Mami. El juego se juega así: empezamos poniendo un solo bloque de madera en el suelo, y los demás bloques de madera los vamos a acomodar alrededor del primer bloque que pusimos como se nos dé la gana. El chiste es que vamos a empezar a mover los bloques de madera a la posición del primer bloque que pusimos siguiendo unas reglas muy sencillas.
Volteé a ver si le estaba gustando el juego a Mami, pero la vi con los ojitos cansados cerrándosele con cada palabra que yo decía. De igual forma yo estaba muy emocionado por el juego que había inventado, así que decidí que se lo iba a enseñar, aunque estuviera dormida. Eso sí, Zuki estaba muy atenta moviendo su colita y sacando la lengua.
—Si un bloque tiene dos bloques cercanos acomodados de la misma forma que él, entonces lo acomodamos en la misma forma que le primer bloque que pusimos en el piso. Si no pasa esto, entonces lo acomodamos al revés. ¿Está fácil, verdad abuela? ¡Y así vamos acomodando todos los bloques, hasta ver qué nos sale!
Mami pareció despertar un poco y decir que “sí” con la cabeza, así que pensé que ahora que ya sabía jugar quería que jugáramos juntos.
—¡A jugar Mami!— grité emocionado. Creo que mi grito despertó a Mami, por lo que no estuvo tan mal que lo hiciera (¿o sí?) aunque Zuki sí se asustó un poco, pero ya debe de estar bien acostumbrada.
—¿Quieres colocar el primer bloque?— le pregunté a Mami, que ahora se acomodó viendo hacia la pared con su bastón sobre sus piernas y la cara colgándole por detrás de la silla.
—No, tú juega Taro.—respondió Mami con la voz cansada por estar tanto tiempo debajo del sol.
—Está bien— pensé, y coloqué la primera ficha en el suelo.
Para que las demás fichas estuvieran colocadas de formas alocadas, agarré la bolsa en la que estaban todas y la volteé para que las dichas cayeran como se les diera la gana. Empecé a voltear cada ficha según le correspondía. Las fichas de alrededor de la original se voltearon hacia el mismo lado y las de al lado de éstas se voltearon hacia el lado opuesto. Al otro lado de la ficha original se voltearon una hacia un lado y la otra hacia el lado opuesto. Poco a poco comencé a voltear las demás fichas que estaban sobre el suelo, y poco a poco empecé a tener mucho miedo.
Las fichas empezaron a acomodarse de formas que no solo eran interesantes, sino que eran parecidas a bichos o pequeños insectos que se movían por el piso del cuarto de juegos. Cada una le indiciaba a la siguiente hacia dónde tenía que apuntar y ésta le decía a la siguiente ficha hacia dónde apuntar y así se formaba una larga cadena de fichas moviéndose… ¡sin mi permiso! Ya no era yo quien movía las fichas, sino que éstas se agrupaban en pequeños grupos que parecían bichos que se movían por el suelo y se juntaban con fichas que estaban en otra parte del cuarto y escalaban las paredes y los muros del cuarto hasta que encontraban otras fichas y las volteaban y se unían a ellas en una especie de manada; los insectos empezaron a invadir todo el cuarto hasta que llegaron a la abuela y a Zuki y después a mí y de regreso a Zuki y a Mami y después se convirtieron en un río de madera que nos llevaba de un lado a otro con pequeños bichos que se dirigían los unos a los otros y se decían a dónde tenían que ir para continuar el juego. Despertaron a Mami y ésta, muy asustada por el concierto de bichitos de madera que estaba viendo, lanzó un grito desesperado:
—¿Qué haces Taro? ¡Detén el juego en este instante!
Zuki les empezó a ladrar como nunca a las fichas y yo intentaba detenerlas, pero ya era demasiado tarde; se juntaban en grandes bloques que a su vez formaban bloques más grandes y empezaban a generar sus propias fichas y después se unían a la corriente del río que nos arrastraba y que hacía que perdiéramos el control. ¡Era un mar infinito de seres vivos de madera! Me aventé sobre una torre de fichas de la que parecían salir más fichas de madera, pero éstas me invadieron el cuerpo y me arrastraron hasta la puerta del cuarto, como sacándome de él. Los insectos ahora decidieron juntarse alrededor de la ficha inicial y empezar a expandirse por le suelo hasta crecer y crecer y girar y girar diciéndose con cada giro hacia dónde debían de ir las demás fichas y colocándose unas sobre las otras en grandes insectos que ahora tenían vida propia y empezaban a formar un círculo gigante que empezó a doblarse sobre sí mismo y tomar la forma de… ¡de un zapato! Las fichas del techo cayeron sobre el zapato y se estiraron hasta formar una pierna y todos los bichos del cuarto se reunieron alrededor de la ficha inicial y comenzaron a formar lo que parecía ser… ¡un cuerpo humano! De pronto las fichas se acumularon y empezaron a moverse unas a las otras y a distinguir a la persona que estaban esculpiendo a través de pequeños movimientos que provocaban a su vez pequeños cambios en las demás fichas que a su vez generaban nuevas fichas, hasta que definieron un par de piernas paradas sobre dos zapatos y un pecho grande y la mandíbula y unos ojos que hace mucho tiempo no veía, pero cómo los extrañaba.
—¡Hiroto! ¡Hiroto! ¡Hiroto! ¿Acaso eres tú?— gritó desesperada mi abuela entre lágrimas, sacudida por el mar de madera que le trepaban por la silla y le arrebataban el bastón de las piernas.
—¡Hiroto! ¡Regresa Hiroto! ¿Quién eres? ¿Qué es esto? ¡Detenlo Taro!— gritaba con muchos nervios mi abuela.
—¡Abuelo!— grité yo, mientas intentaba abrazarlo, pero el río de madera no me dejaba acércame a él. —¡Abuelo eres tú! ¡Si viniste! ¡Abuelo!— exclamé emocionado con la cabeza apenas fuera del mar que ahora me llevaba al otro extremo del cuarto, como queriéndome alejar de la torre de insectos que habían formado y que ahora tomaba la forma de mi abuelo.
Los insectos de madera que ahora terminaban de formar la cabeza la hicieron girar hasta que sus ojos negros y profundos me vieron y, después de una larga sonrisa que reconocí como la inigualable sonrisa de mi abuelo Hiroto, salieron corriendo por la puerta trasera del cuarto de juegos hasta difuminarse con el viento.